
por Lionel Benitez
Vivimos una “oportuncrisis”: la condena judicial a la expresidenta, en lugar de debilitar su liderazgo, revitaliza su figura como dirigente. La narrativa de la proscripción, lejos de cerrar el ciclo político de Cristina, lo relanza con un halo de victimización que ordena incluso a los planetas que hasta ayer orbitaban con distancia. Dirigentes que la cuestionaban ahora se encolumnan detrás de ella. Militantes que se dispersaban vuelven a agitar sus banderas. La figura de Cristina se consolida, por ahora, como la referente más potente del espacio opositor al gobierno libertario.
Sin embargo, lo verdaderamente preocupante va más allá del plano político: la verdad ha perdido centralidad. Lo que importa no es lo que ocurrió, sino cómo se siente quien lo escucha. El fallo judicial se interpreta según la trinchera emocional desde donde se lo mire. Para unos, es una prueba más de la persecución; para otros, la confirmación de una historia de impunidad. Ya no hay hechos que puedan interpelar o modificar convicciones, sólo inputs que se usan para reforzar identidades previas. La justicia se transforma en insumo ideológico.
Esa polarización, lejos de agotarse, se profundiza. Y no es sólo ideológica, es afectiva. Cristina no es simplemente una figura política: es una causa, un tótem, un espejo donde se proyectan amores ciegos y odios rabiosos. En ese clima, el poder —cualquiera sea su signo— se muestra incapaz de sostener una posición clara. Prefiere la pasividad, la ambigüedad, el cálculo. En su núcleo humano, como tantas veces en la historia argentina, el poder se muestra cobarde.
La pregunta entonces es: ¿y los medios? ¿Cuál es nuestro rol ante esta realidad frágil y manipulable? ¿Debemos acomodarnos a los algoritmos emocionales de la audiencia, a esos espectadores que sólo quieren oír lo que los tranquiliza? ¿O tenemos la responsabilidad de incomodar, de iluminar zonas grises, de contar también lo que no se quiere escuchar?
El caso de Cristina Fernández condensa muchos de los dilemas de la Argentina contemporánea. Pero sobre todo, deja al desnudo una verdad incómoda: ya no se discuten los hechos, sino los relatos. Y mientras eso ocurra, el futuro no se construirá desde el acuerdo democrático, sino desde la fidelidad emocional a líderes que, condenados o no, siguen siendo dueños del relato.